Imagínate aquí. Cielos de lonas y cables, cuerdas y bridas, remaches, remeras y mecheros. Logos apócrifos, logos trucha, logos insurgentes. 1×20, 2×30, 5×50. La luz del sol en el suelo teñida por una lona naranja (o azul, o verde) que protege y ambienta. Tiñe tu piel, tiñe la mercancía, tiñe la piel de las vendedoras y la de las compradoras. Todo se matiza bajo la luz de la lona, todo parece conectarse. Mercado 4, La Salada o Ciudad del Este. ¡BIENVENIDAS A LA SELVA DEL PORTUNHOL! ¡COMPRO ORO FLUO!
Ferias, rastrillos o mercadillos: lugares de venta informal al aire libre. Los llames como los llames estos sitios atraviesan la exposición, sus obras y a su autor: Bruno del Giudice. Él es de Chaco (Argentina), una región próxima a la Triple Frontera, zona liminal poblada de feriantes y mercancías que van y vienen de un país a otro. Bruno busca y recorre estos lugares en los que conviven productos de todo tipo, en los que la copia, lo fake, lo trucha, es la norma. Lugares donde el ingenio abunda para construir estructuras que responden a la naturaleza cambiante de los puestos y los mercadillos.
No es sincretismo es resistencia. No es un altar es un paredón en el que hay logos de Naik, Adidash y Guchi. Se reconoce una medusa de Versache y la imagen gráfica del ayuntamiento. El rótulo de un negocio y parte de su voladizo. Camisetas cuelgan de Perchas Gordo, llegan hasta el techo y retales de bolsas de plástico emergen desde esas paredes en las que incrustaron en algún tiempo otras obras de arte.
Bruno tiene unos álbumes pequeñitos, de tapa blanda, como de otra época, repletos de fotos impresas sacadas de su móvil. Son la materia prima de sus piezas. Fotos de letreros en descomposición, de imitaciones fantasiosas en camisetas, fotos de anclajes: pitones, cuerdas y bolsas quemadas. A veces, mientras las miramos juntos, intenta ampliar una imagen con los dedos índice y pulgar, como si hubiera vuelto a la pantalla. Algunas elegidas se espejan, se deforman, se desgarran para acabar en otras lonas a través de la pantalla de serigrafía. Y de ahí se alzan en estructuras metálicas de las que se desmontan rápido, como las del Rastro. En ese imaginario relacionado con el comercio ambulante lo auténtico pierde su razón de ser, lo falso se carga de política. Con todo ello Bruno crea paisajes de la iconosfera de lo informal. Allí lo original y lo inmutable no son un valor, dejan su lugar a la estética mutante de la resistencia y la apropiación.
Todo espejado, algo robado, algo original, con mensajes rotos, la Grieta, deformar algo bello, algo realista sin sentido, algo en negativo, recategorizar la copia y el contexto. Tinta cuarteada en el tiempo por el sol, tinta cuarteada al serigrafiar sobre la textura de la lona, un vinilo plateado que imita y repara a la vez, como el kintsugi: grietas de lujo.
A brillar mi amor, vamos a brillar
A brillar mi amor, vamos a brillar
La obra de Bruno del Giudice lleva mucho tiempo dedicada al tema de la publicidad,
la cultura visual y su impacto en el medio ambiente. Su obra artística está fuertemente influenciada por el entorno del que procede, a saber, la provincia argentina del Chaco. Chaco es una región específica situada cerca de la frontera con Brasil y Paraguay, la llamada triple frontera, conocida por su mercado y tradición.
Para él, los mercados son lugares que se resisten al tiempo, donde la publicidad, la imitación de las marcas de lujo y los diversos signos publicitarios se mezclan con los cuerpos de los vendedores y visitantes que ocupan y dan forma a estos lugares. Los mercados representan lugares donde lo funcional y práctico prevalece sobre lo estético, donde lo natural suprime el artificio. Son lugares entretejidos con una red de distribuciones eléctricas y pancartas publicitarias. Y son las pancartas publicitarias las que Bruno del Giudice ha convertido en un lienzo pictórico y un vehículo de significado.
En el proyecto Sin Litoral, Bruno del Giudice se ocupa de la búsqueda de paralelismos entre su región natal del Chaco y Košice, que percibe como un lugar caracterizado por su propia cultura de mercado, que afecta en la visualidad de la ciudad: anuncios y vallas publicitarias que a menudo están abandonadas, puestos callejeros, carteles, pancartas y escaparates. Esta mezcla de diferentes imágenes forma una cierta identidad de un lugar determinado, un lenguaje específico con el que
puede identificarse.
También en este caso, el nombre representa un juego de palabras, compuesto por la frase sin litoral (en español interior o literalmente sin costa) y el nombre de la película de culto Sin City. Basada en una obra plagiada, Bruno cita la citada película sobre una ciudad corrupta y caótica que sin embargo conserva su propia belleza, como el mundo del mercado.
Al mismo tiempo, sin en español significa sin o ausente, que es la forma que tiene el artista de expresar su nostalgia por su hogar en Argentina, que, a través de su comunicación le recuerda en cierta medida.
Con su instalación “Tercer Galgo”, Bruno Del Giudice traslada al espacio expositivo una arquitectura efímera común en las ferias locales. La simple operación de aislar y desfuncionalizar esa tipología constructiva de evocaciones populares refleja el interés del artista por los elementos que integran el paisaje natural de las ciudades de Latino América y sus espacios de resistencia. Las lonas que techan los pasillos de las ferias se montan a la madrugada y se desmontan a la tarde, configurando un paisaje mutante regulado por un ciclo de vida orgánico que marca los tiempos del mercado. Desde hace varios años Del Giudice investiga en distintos territorios las “marcas falsas” que proliferan en las ferias: desde su ciudad de origen – Resistencia (Chaco, Argentina) – hasta Asunción (Paraguay), La Triple Frontera (Brasil, Argentina, Paraguay) y La Salada (Buenos Aires). Aquí lo local y lo global se solapan y las insignias de la globalización son apropiadas y resignificadas según el contexto.
La luz que filtra a través de la instalación pictórica nos devuelve fragmentos no del todo reconocibles de distintas marcas, perfilando los deseos y aspiraciones que se conglomeran alrededor de ellas, para devolvernos, como en un espejo, un simulacro de originalidad. El proyecto se inscribe en el eje curatorial Modos de Habitar que enlaza las distintas exposiciones de la tercera edición de BIENALSUR en Uruguay, reuniendo reflexiones sobre los efectos de las trasformaciones urbanas en la producción de subjetividades y los modos de vida.
Obra en proceso desde 2018
Las estrellas rojas son soles que en su momento de bonanza daban vida a los planetas que componían su sistema solar, las vemos rojas porque murieron, se apagaron hace miles de millones de años y la luz que emanaba de ellas aún sigue viajando hacia nosotros. Con delay esa luz sigue recorriendo los miles de millones de km de distancia. Son fantasmas, ecos del cosmos.
Hay una hipótesis acerca del primer hombre en realizar las pinturas rupestres; que éste era un ser desprovisto de destreza para cazar y para darle valor a su vida se creó una función en la manada, la pintura.
¿el artista como ser elevado o sobreviviente?
En 2014 comencé un taller de arte impartido por Diego Figueroa en mi ciudad. De entonces me quedó pendiente un ejercicio, “realizar una obra amante”. Una obra amante debía ser exactamente opuesta a mi producción central, una producción en paralelo, donde todas las decisiones técnicas y poéticas fuesen tajantemente opuestas y que a su vez desbloqueaba procesos creativos. El año pasado, con una cierta desaparición del tiempo y vuelta a mi ciudad, comencé con este ejercicio pendiente. Obra amante es un proyecto que parte de la fijación de una idea puntual, contemplar y accionar. Pinto estrellas rojas de forma detallada en lienzos pequeños, poco a poco. En paralelo, con una forja casera, transformo clavos, hierros encontrados o tornillos de llantas de coche en cuchillos.
La idea puede partir de un instinto primario de supervivencia del humano primitivo, contemplar el cielo en busca de respuestas y hacer un arma para cazar. También de algo que se desvanece y que puedes mirar de lejos, las probabilidades, pensar en arriesgar o dejar de hacerlo para adoptar otro rol que lleva a otras formas de hacer. Quizás practicar formas de alivio. Dejar morir formas de ti y adoptar otras. O saber que algo está muriendo y ser consciente de ello.
No sé bien si sabemos dónde está Selva de Río Oro y tampoco si existe. Pero ahí está, en donde el polvo se hace carne en las uñas y donde un anciano tiene la misma edad que un recién nacido, esperándonos para que narremos su historia y para que sus habitantes celebren con goce el descaro de apropiarnos, también, de su memoria.
Y allá a lo lejos diviso lo que queda del viejo kiosko de Doña Irma. De su toldo hecho con lonas robadas de algunos banners de publicidades engañosas aún quedan los colores y los hierros y los precintos que lo sostienen. Solo eso. El esmalte sintético, que no envejece como ella está ahí, excitado y perenne, confundiendo los colores en tramas que superponen formas que no existen. Un reflector violento desvía mi mirada y pienso: menuda tarea tuvo Irma para invisibilizar las marcas y transformar ese conglomerado de telas sin uso en un festival cromático de morfologías. La veo acercarse y me abraza entre llorando, que menos mal que vine, que se ha enterado que Doña Julia Medylewski ha pasado a mejor vida y que recién hoy le cuentan ese suceso que todos sabíamos desde hace años. La consuelo porque sé que su alzheimer va en ascenso y que hoy puede ser uno de nuestros últimos abrazos. Me despido y ahora el que llora soy yo porque siento que están terminando de matar mi infancia.
Camino dos cuadras y giro a la izquierda; siempre todo es a la izquierda. Me detengo en lo que fue la casa de Doña Julia y todo está como era antes. Un impulso me anima a pedir permiso para ver lo que quedó de esa artista que tanto admiraba de niño. Me abre la puerta su nueva propietaria y me presento; es una piba jovencita, rubia como era ella. Me lleva entonces a un cuarto pequeño, en donde Julia tenía su taller, y de repente todo en mí se paraliza. Ella saca un viejo dibujo que encontró en la feria del pueblo y que compró por solo cien pesos. Mis ojos se enjuagan otra vez cuando veo estampada su firma y entre leo que dice “título: pausa del pensar”. Ella sin conocerme me toma de la mano y me señala otros dibujos, enmarcados y puestos en la pared, y me dice: una serie no muere nunca, solo cambia de mano para dibujar. Levanto los ojos y veo ocho dibujos que no hizo Julia pero que si hizo Julia. Y esa extraña sensación de muerte que me asoló en lo de Doña Irma ahora me parece inútil. Todo está vivo en la resignificación.
Barranca abajo, bordeo el río que le da nombre a este relato hasta llegar al taller mecánico que alguna vez fue de Don Visentín. Ahora son sus nietos los que arreglan mi auto. Que aún queda un rato más, que pase al fondo a saludar al viejo. Recorro el pasillo que lleva hasta el final de esa casa de chapa y barro con una porción de sopa paraguaya y dos medidas de un tinto que a esta hora sabe exquisito. Ahí está él, esperándome ansioso porque quiere mostrarle a cualquiera su última creación. Nunca pudo quedarse quieto y me cuenta que cuando sus nietos se van, él y la Pocha, salen a caminar y en esos tránsitos serenos entre cuadra y cuadra van recogiendo tesoros del piso que acumulan en el cuartito de los cachivaches. Que algún día van a hacer algo con eso, que a él le gusta soldar, que mirá esas ménsulas que encontré, que esto es lo que hice con algunas, que ahora soy escultor, que vení Pocha mostrale lo que hiciste con esas pieles, que fíjate esto parece un puercoespín, que estas texturas me emocionan. Todo me parece lúgubre y hermoso a la vez. Mi auto está listo. Es hora de volver.
Enciendo el motor y salgo por la calle principal, la única que tiene asfalto. Antes de tomar la ruta un semáforo me detiene y mi mirada se posa sobre la contracara de un viejo cartel publicitario que siempre tiene nuevas gigantografías por venir. Una luz fría y poderosa ilumina lo que voy dejando atrás de ese pueblo donde alguna vez fui feliz. Me detengo en la belleza de ese cuerpo metálico, que aún resiste el paso del tiempo y que siempre tiene nuevas historias por contar.
Selva de Río Oro es un homenaje a la memoria y a la eternidad de las imágenes, a la resistencia de la temporalidad y a la apropiación de un pasado y de un futuro que está por fuera de cualquier mercado. Aquí no hay nada descartable porque cada objeto puede contar mil historias y ésta es solo una de otras tantas posibles. Las reapropiaciones son infinitas, porque el romanticismo de las imágenes no tiene tiempo. Quizás, debiésemos pensar, que es lo más democrático que nos queda.
El gesto de mirar el cielo para predecir el futuro. Un gesto que se repite en épocas y culturas diversas. En el cielo hemos leído el vuelo de las aves, la posición de las estrellas o, en las últimas décadas, el rastro de la guerra civil global.
El gesto de mirar el cielo nos devuelve, en esta exposición, una imagen asimismo problemática: el cielo al que se dirigen o bajo el que actúan las obras seleccionadas es un cielo nocturno, oscurecido u opaco. A primera vista, el futuro que observan estas obras parece un futuro crítico. Un No future. Como en un resto de desesperación y de lucidez punk. Y sin embargo, no es este el único sentido que las obras crean. El eje que recorre la exposición parece que remite al cielo nocturno, a la noche, como a un espacio y a un tiempo de oportunidad. De inquietud. Entre las sombras pueden producirse ciertas operaciones secretas que alteren el curso del presente.
Estas «políticas de la noche» que las obras efectúan no reconocen la luz, la transparencia, del mundo contemporáneo. Al deseo de seguridad –un deseo que necesita que todo esté a la vista, que todo sea visible– le oponen la inseguridad del pensamiento. A la iluminación artificial, a los edificios acristalados, a los trazados urbanos libres de obstáculos –a la movilidad del capital–, le oponen los ángulos muertos y los desechos del pasado. A la hipervisibilidad de Instagram le oponen el silencio –un exceso de brillo. A la hiperexpresión de Facebook o Twitter le oponen el murmullo de madrugada de una multitud. Al networking, a la sociabilidad envenenada, al miedo, le oponen la soledad y la intemperie –la posibilidad de un encuentro. Al iluminismo, a la razón y a la ciencia moderna le oponen el sueño, la luna, la alucinación –otras formas de saber y de producción de conocimiento. Al mercado del arte, al foco de interés, le oponen el trabajo en la sombra.
Después de la oscuridad, no esperen la luz.
Colección en Diálogos propone un acercamiento a los maestros del arte argentino a través de la
mirada de jóvenes artistas, que participaron de programas de residencias de Fundación Tres Pinos y Marco Arte Foco: Bruno Del Giudice, Agustín González Goytía y Lucrecia Lionti presentan obras inéditas de impronta experimental, que diseñan nuevas situaciones de encuentro con piezas de la colección.
Bruno Del Giudice (Chaco, 1987) se detiene en Monte santiagueño de Antonio Berni, obra que
pertenece a un período marcado por sus excursiones al noroeste argentino, con un renovado interés por la naturaleza vernácula.
Al igual que el artista rosarino, Del Giudice recorre ferias y mercados para nutrirse de experiencias e imágenes que sólo puede comprender mediante la vivencia presencial: cadencias que se descubren en la acción de habitar un espacio. Como escenario, elige La Salada para la investigación de esta nueva serie de pinturas. Allí realiza bocetos, toma notas y fotografías que le demandan un metódico ejercicio de contemplación mediante el cual re-aprende a mirar. Para diseñar los soportes de sus piezas, recurre a dispositivos del universo publicitario. En RíoTsunami, lonas de cartelería ensambladas forman el gran lienzo que sostiene la estructura autoportante, compuesta por caños de gas reutilizados, que aluden a la emergencia social que campea en aquellos sitios. El artista compone el paisaje abstracto con operaciones morfológicas, tipográficas y cromáticas del ruido visual imperante.
Como contrapunto al paisaje agreste de Berni, Del Giudice concibe una vista urbana donde las
identidades gráficas se funden entre sí. Crea una pintura expandida, ejecutada por superposición de capas, que busca descifrar grafías sumergidas que emergen del fondo de la acumulación de información visual y las redescubre. De esta manera, enmascara y a su vez devela comportamientos sociales que conforman extractos de sentido donde se observan las carencias de un sistema excluyente. Ambos artistas exploran el paisaje para adoptar decisiones a través de una mirada que aborda enfoques no estigmatizantes.
Destruir lo que se quiere imitar
Bruno Del Guidice, en su infancia junto a sus amigos, inventó un juego que consistía en atrapar monstruos para poder vencerlos, años después en Ciudad de Este escribió en una de sus libretas «Destruir lo que se quiere imitar».
Atrapar algo para poder vencerlo y a la vez anhelar ser aquello que se desea destruir son tal vez acciones contradictorias que evidencian su primer acercamiento a la muerte y a la obstinación por resistir, anotará también en sus apuntes de viaje «pareciera que lo que cae en un lugar se queda ahí resistiendo» y en este sitio aun permanecen historias derrumbadas.
Bruno se detiene en lo que se desecha y en los que se desechan, en los territorios agobiados por el grito que se enmudece en la soledad de la memoria del pasado, en los recuerdos despiadados que se vuelven presente, tal vez » ahora sé porque lloras» .
Cuando lo fugaz se le torna insoportable intenta detener el tiempo apoderándose de las marcas anónimas que se debaten entre subsistir o morir; realiza la copia de una epidermis homogénea para poder quitar las capas que ocultan sus diferencias, esta vez no cubre, des-cubre.
Pone el cuerpo y se arriesga a naufragar en un lugar que alguna vez estuvo sitiado por agua de río y de lágrimas. Opera como un pirata compasivo cuando se lleva algo que no le pertenece y a cambio le ofrece a la superficie -que dejó en carne viva- esa otra piel de fósiles que rescata del olvido de las paredes color «pastel» de su casa del Chaco.
Para poder destruir lo que se quiere imitar Bruno se convierte en un chico – héroe que redime lo que está velado utilizando su propia marca como antídoto, como diría Hölderlin «Allí donde crece el peligro, crece también lo que salva».
Muchos de ellos hacen rancho con mesas y sillas, música, comidas y bebidas de variados colores. La festividad de un domingo agotador, de la elevada temperatura y de las miradas que llenas de sed llegan a la hora del concierto para humanos, se confirman con la salida de la luna.
Nada pareciera estar fuera de lugar, niños y abuelos son atravesados por motos de diseños personalizados cargados de expectativas de alto vigor. Jóvenes muchachos apretados en vestuarios de marcas posibles juntos a desafiantes jovenzuelas que poseen un poderoso calor similar al de un motor fuera de punto se relacionan con la misma liviandad perturbadora que genera un papel de cigarrillo armado al ser soplado entre los labios. La locura de portar una edad y una velocidad que pareciera acabarse cada vez que un whatsapp es tildado en el azul deseado.
La naturaleza se hace presente en este escenario, que compuesto por un salpicón de pintura blanca, un manojo de flores y decoloradas bolsas de nailon provocan una majestuosa declaración de desolada convivencia en la que insectos y pequeños seres vivos recrean todas las canciones del repertorio chaqueño al unísono, las de antes, las de ahora.
Bruno Del Giúdice vive en Chaco con el pecho bien parado y todo a fondo.
Hace del musculo una herramienta pictórica y del calor un rictus pagano que, al enfrentarlo con la realidad de la urbe, es atravesado por la brutalidad de un hombre que aunque muerto de sed elige seguir la ruta sin final.
La pintura maldita.
El deseo de recuperar la pelea y las estrategias de supervivencia ponen de manifiesto los mecanismos que Bruno despliega para mediar entre su reconocimiento autobiográfico, la pintura en sí misma, y el deseo de ser el encargado de comunicar que un desbastado plano es la riqueza de unos pocos.
En su pintura “El bagallo”, obra presentada en su muestra individual titulada “Like a Rocho” en Museo de Bellas Artes René Brusau de Resistencia y posteriormente en la exhibición Opera Prima en Capital Federal, el plano de realidad y virtualidad es de una evidencia desesperante. La desolación del que frente al ordenador se postula dejando ver del otro ese lugar que le era riqueza real/emotiva y que ahora es arte, comparte del espectador esa postura acomodada para ser socialmente salvado. Entonces la pintura se hace maldita porque se apodera del estado presente y lo infecta de una estética mañosa cargada de falsos brillos y recursos simbólicos e icónicos de un estado social que es veedor de la riqueza en unos pocos.
En su nueva pintura titulada “SI VOLVIERAN MOLINOS ROJOS “, Bruno establece un nuevo rol de poder; el de la escala y el del musculo pictórico. Son ahora retazos de carteles publicitarios los que conforman una suerte de Frankenstein a ser maquillado.
Una visita del autor al popular Mercado 4 de nuestro vecino Paraguay traen una nueva paleta psíquica/pictórica que cargada de aparente formalidad compositiva nos deja ver el estado de humor de este autor que pareciera no perder el punto de vista de la ruta sin final de la pintura entregándose como alimentando de la misma.
La hora del concierto para humanos y la salida de la luna son los motores de este largo viaje en el que Bruno nos propone entrar, tal vez dentro de sus zapatillas.
Carlos Herrera 2016
Premio Opera Prima
Centro Cultural Heraldo Conti, Buenos Aires.
La figuración de los personajes cobra sentidos retroactivos a través de la línea temblorosa y de la pincelada incompleta. Las escenas de la vida cotidiana de estos Rochos se vuelven dramáticas por la labor de contextualización del artista.
A modo de circulo vicioso, el sentido se retroalimenta en cada composición.
Los bajo fondos se representan aquí en un escenario de cables sueltos y ropa tendida. Un paisaje de vacío desde la saturación, de pobreza desde el exceso; donde la abundancia se define por la cantidad de cartones de vino, gorras y zapatillas desatadas.
Like a Rocho, muestra el anonimato de la identidad negada. No hay individuos, sino un caos de ademanes y procedimientos: el gesto del arma con los dedos, la cara cubierta que nunca mira a la cámara y el uso de la misma vestimenta son comportamientos de grupo. Por eso la línea sintetiza al sujeto y lo vacía de su personalidad en el derroche de cada imagen.
Los cortes de pelo, la extensa cantidad de piercings (en la cara), los jeans rotos por demás y la voluble sensualidad de aquellas mujeres, son otras formas de colectivización. Ninguno es dueño de su propia identidad, sino que cada criatura actúa Like a Rocho, como una prescripción que crea desde el sin sentido.